LO QUE PASÓ EN TEHUACÁN NO FUE UNA PROTESTA, FUE UNA ALERTA.
Todo empezó con un video. En él, vemos cómo un señor y su hijo agreden brutalmente a Misael, un joven que vende fruta para ayudar a su familia. ¿Su crimen? Poner su puesto justo afuera del negocio de los agresores y atreverse a agarrar “su sombra”. Porque la sombra, al parecer, también se privatiza.
Y sí, el video es indignante. Da coraje. Da rabia. Y da esa sensación de “¡alguien tiene que hacer algo!”. Pero resulta que ese “algo” fue prenderle fuego a la casa de los agresores. Literalmente. La comunidad no protestó, se organizó para quemarles el changarro (y de paso los muebles, la ropa, los documentos y todos los recuerdos familiares que se puedan guardar en un hogar).
La policía sí detuvo a los agresores. Sí hubo acción legal. Pero para cuando eso ocurrió, ya todo ardía. Una señora (mamá y esposa de los golpeadores) estuvo a punto de morir calcinada pero fue rescatada por los uniformados. La justicia, esa que debería ir con toga y balanza, llegó con gasolina y pasamontañas.
¿Y saben qué es lo más fuerte? Que este no es un caso aislado. Es una radiografía perfecta del México actual: uno donde nadie confía en las autoridades, donde el enojo social sólo necesita una mecha, y donde estamos a un tuit de distancia de hacer arder el país cada vez que algo nos parece injusto.
Sí, pegarle a un joven que trabaja es inaceptable. Pero quemarle la casa a alguien tampoco es exactamente justicia. Es venganza. Es desesperación. Es una señal de que ya estamos cruzando líneas peligrosas creyendo que son parte del camino.
Y no, esto no va de “pobrecitos los agresores”. Esto va de cómo estamos permitiendo que la rabia se convierta en espectáculo, en castigo, en excusa. Porque si hoy nos indigna la golpiza y celebramos el fuego… mañana, cuando el incendio empiece con una mentira o un error, ¿también vamos a aplaudir?