El primer emperador de México, Agustín de Iturbide murió fusilado.
A 240 años de su nacimiento recordamos al Dragón de Hierro, Agustín de Iturbide, en Revista Única hablamos de un hombre polémico que pasó de héroe a villano, a pesar de que para algunos es el segundo padre de la patria.
¿Quién fue y qué hizo? Nació el 27o 28 de septiembre de 1783 en Valladolid (hoy Michoacán) es hijo del rico español Joaquín de Iturbide y de la mexicana María Josefa de Arámburu.
Su nombre completo Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu, realizó sus estudios en el seminario de su ciudad natal.
Cuando cumplió los 17 años ingresó al regimiento de infantería provincial de su ciudad.
A los 22 se casó con Ana María de Huarte, de esta unión tuvo a diez hijos (Agustín Jerónimo, Salvador, Sabina, Sister Margarita of Jesús, Josefa, María de Jesús y Agustín Cosme).
Como la mayoría de los caudillos de la Independencia, sirvió primero al gobierno real español como oficial del ejército.
Donde tuvo notoriedad por la persecución de los primeros rebeldes entre 1810 y 1816.
En 1813 el virrey Félix María Calleja lo ascendió a coronel y le dio el mando del regimiento de Celaya.
Tiempo después le dio el control militar supremo de la intendencia de Guanajuato, uno de los principales escenarios de la rebelión.
Con esta responsabilidad, Agustín de Iturbide, puso en práctica el programa realista de la contra-insurgencia.
Fue muy criticado por su arbitrariedad y por su trato a civiles, incluyendo la detención de madres, esposas e hijos de rebeldes conocidos.
Además, por haber fusilado sin escrúpulos a quien se supone se lo merecía, según era costumbre entre ambos bandos. Sostuvo frecuentemente a su tropa con sus propios recursos.
Aunque, posteriormente, logró despertar la iniciativa privada para la defensa de las localidades en campañas locales y foráneas.
Cabe señalar que Iturbide siempre se preocupó por la educación y valorización de las hazañas de sus soldados.
La rebelión de Iturbide y el Plan de Iguala.
En 1816 fue retirado del Bajío después de que el virrey le ordenara responder a varios cargos que incluían el uso del mando para crear monopolios comerciales, saquear propiedad privada y malversar fondos, las quejas, sin embargo, provenían de simpatizantes de la insurgencia.
Al año siguiente fueron retirados los cargos. Así absuelto, Iturbide hubiera podido regresar al mando del ejército con provisiones para el norte pero lo rechazó por resentimiento.
A fines de 1820, el coronel realista Iturbide, de 37 años de edad, se volvió en contra del régimen al que había servido tan fielmente y proclamó una nueva rebelión. Entonces plasmó su programa en el llamado Plan de Iguala.
Este fue promulgado el 14 de febrero de 1821 en la población del mismo nombre. El virrey rechazó el Plan y puso a Iturbide fuera de la ley.
No obstante, la mayoría de las guarniciones y de las ciudades le manifestaron su adhesión.
El victorioso Ejército Trigarante avanzó sobre la capital con mayor número de adeptos cada día. Entonces, el virrey O’Donojú celebró con Iturbide el Tratado de Córdoba el 24 de agosto.
Mediante este legalizó el Plan de Iguala. De esta manera puso fin a la guerra y consumó la Independencia. Iturbide entró triunfalmente en la capital el 27 de septiembre de 1821.
El inicio de un nuevo gobierno.
Iturbide presidió la Junta Provisional Gubernativa, que tenía que cumplir con el Tratado y el Plan, base del gobierno del naciente Estado mexicano.
El partido iturbidista era el más numeroso pero carecía de organización. En cambio, los partidos opositores -borbonistas, progresistas y republicanos- contaban, en cambio, con la fuerza de las logias masónicas.
Al desconocer España el Tratado de Córdoba, Agustín de Iturbide advirtió a los gobiernos europeos que el reconocimiento de la independencia de cualquiera de las colonias hispanoamericanas se consideraría una violación a los tratados existentes.
Iturbide, entonces, empezó a preparar su ascenso al poder. Cuenta la historia que la noche del 18 de mayo de 1822 una multitud dirigida por un contingente del antiguo regimiento de Celaya marchó a través de las calles de la capital hasta la residencia de Iturbide.
Ahí demandaron que su comandante en jefe aceptara ser la cabeza del imperio mexicano.
La coronación de Iturbide como emperador y de su esposa Ana María como emperatriz se dio el 21 de julio 1822.
Cabe señalar que estuvieron presentes los obispos de Puebla, Durango y Oaxaca.
El fin del imperio mexicano.
Derrotado por la revolución de Casa Mata, encabezada por Santa Anna y las logias masónicas, abdicó el 19 de marzo de 1823 y abandonó el país después de reinstalar el Congreso.
A principios de julio de 1824, acompañado por su esposa y sus dos hijos menores volvió del destierro, que el consideraba “voluntario”.
La familia llegó al puerto de Soto la Marina en la costa de Nuevo Santander, hoy estado de Tamaulipas.
El ex emperador y su familia fueron escoltados por el comandante Felipe de la Garza, hasta el pueblo cercano de Padilla.
Iturbide ignoraba que había un decreto en su contra. Este lo declaraba “traidor y fuera de la ley”.
Por lo mismo, había una sentencia de ejecución pendiente. El 19 de julio, el presidente de la legislatura de Tamaulipas, le concedió que un cura, le administrara los últimos sacramentos a Iturbide.
También le confesó tres veces sus pecados y dijo sus últimas palabras: “¡Mexicanos! Muero con honor, no como traidor; no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha, no soy traidor, no”.
Tres balas alcanzaron a Agustín de Iturbide: una en la parte izquierda de la frente; la que lo mató, otra en el costado izquierdo entre la tercera y cuarta costilla y otra que se alojó junto a su nariz en el lado derecho de su cara.
El cuerpo fue enterrado en la iglesia parroquial de Padilla, que no tenía techo y estaba abandonada.
El fusilamiento de Iturbide.
Se dice que lo reconocieron por su manera de cabalgar. La verdad es que tampoco deseaba pasar inadvertido, no al menos mucho tiempo.
Desembarcó en Soto la Marina el 15 de julio. Al parecer, lo reconoció un comerciante de Durango, a quien vio en alguna ocasión en la ciudad de México.
Esta persona también era aquel diputado, Santiago Baca Ortiz, que había difundido por cada pueblo la Memoria Político Instructiva de Servando Teresa de Mier.
Promotores de la república en un pueblo que durante trescientos años había vivido bajo el cetro de una monarquía.
No eran muchos, pero ahora estaban en el gobierno y, para colmo, los grupos poderosos de las provincias terminaron apoyando una forma republicana con tal de que se apellidara federal. ¿República, federación?
Si el propio fray Servando había gritado en el Congreso que se dejaría cortar el pescuezo si alguien en las galerías podía explicarle qué casta de animal era la república federada.
No podía ser que a poco más de un año de la caída del imperio todos fueran republicanos.
De seguro, había muchos partidarios no sólo de la monarquía sino del libertador, dispuestos a establecer un orden de cosas más conocido.
El problema es que en Soto la Marina, aquel verano de 1824, el comandante se llamaba Felipe de la Garza, un viejo amigo de republicanos y revoltosos, como el propio Mier, como el chato Ramos Arizpe. Eso no era tan grave.
Los políticos un día se afilian a una causa y al día siguiente a otra. El problema más grave era que De la Garza se pronunció en dos ocasiones en contra del imperio y en ambas fracasó.
Si no fue fusilado como traidor se debió a la gracia del emperador. Algún ingenuo pensaría que, precisamente por eso, debía tener gratitud ante el hombre que lo perdonó; pero la humillación no se perdona.
Agustín de Iturbide se entrevistó con Felipe de la Garza el 16 de julio. Le expuso los motivos que tuvo para regresar a México, aunque quizá no todos.
Le dijo que sabía de los planes de la Santa Alianza, de la intención de Fernando VII para armar una expedición contra México.
Venía dispuesto a ponerse a las órdenes de la patria. Entonces fue notificado del decreto de 23 de abril, expedido por el Congreso Constituyente, en el que se le declaraba traidor si ponía un pie en México y lo condenaba, en ese caso, a la muerte.
Iturbide insistió en que su delito era defender al país que él mismo puso en el concierto de las naciones civilizadas. De la Garza titubeó.
Tenía frente a sí al autor del Plan de Iguala, no a cualquier político ambicioso. El 18 de julio, decidió enviarlo a Padilla, en donde estaba sesionando la asamblea constituyente estatal, para dejar en sus manos la difícil decisión de cumplir o no el decreto del Congreso Federal.
Lo envió rodeado de tropas, pero no como preso, pues ordenó a sus hombres que obedecieran a tan distinguido mexicano.
Iturbide debió haber supuesto que las cosas mejoraban. Había demostrado que su prestigio era enorme. Incluso, pidió que su mujer y los dos hijos que lo acompañaban bajaran del bergantín en el que habían llegado.
Ana Huarte estaba preñada, a la espera de su décimo hijo, quien recibiría el mismo nombre que su padre, Agustín Cosme.
Pertenecía a una de las familias más destacadas de Valladolid y su padre, Isidro Huarte, había sido el hombre más poderoso, por su riqueza e influencias, de la vieja intendencia de Michoacán.
Agustín la desposó el 27 de febrero de 1805. En efecto, el 19 de julio de 1824, muy de mañana, Gutiérrez de Lara actuó como era de esperarse: rechazó cualquier argumento de Iturbide, lo hizo preso y lo presentó ante el Congreso tamaulipeco.
Los constituyentes ordenaron la comparecencia de Felipe de la Garza, para pedir explicaciones acerca de por qué no había ejecutado el decreto federal y para ordenarle que lo cumpliera sin tardanza.
Iturbide expuso de nuevo sus argumentos, acerca del peligro que representaban las monarquías de la Santa Alianza y de las intenciones españolas de organizar una expedición de reconquista; pero no convenció a nadie.
Recurrió también a su prestigio. Era su última carta. Recordó sus trabajos por la independencia, algo que nadie podía escatimar, y en especial sus exitosos esfuerzos para unir voluntades, para conciliar extremos.
En 1820, cuando vivía en la ciudad de México y se codeaba con los principales políticos, pensadores y gente de influencia de la capital virreinal, Iturbide conoció las noticias del restablecimiento de la Constitución de 1812 en todos los dominios que le quedaban a la monarquía española.
La primera vez que se aplicó ese documento constitucional, había ocasionado muchos dolores de cabeza a los defensores del orden colonial, pues la libertad de prensa y los procesos electorales dieron protagonismo a muchos partidarios de los insurgentes.
En 1814, Fernando VII declaró abolida la Constitución, pero la bancarrota de la monarquía y las conjuras liberales consiguieron que fuera restablecida.
Las condiciones de Nueva España parecían diferentes a las que había tenido el virreinato la primera vez que se aplicó.
Los insurgentes estaban reducidos a unos cuantos grupos guerrilleros que controlaban el sur de la intendencia de México o permanecían atrincherados en fortificaciones en las islas de lagos y ríos o en la cúspide de montañas de difícil acceso.
El reino no estaba en paz, como anunciaba el virrey Juan Ruiz de Apodaca, pero el orden establecido no corría peligro por los rebeldes. Las divisiones estaban en otros lados.
Durante sus años en la ciudad de México, Iturbide había convivido con partidarios del orden constitucional, como los que se reunían en casa de Ignacia Rodríguez de Velasco, la Güera, pero también con destacados serviles, como ellos mismos aceptaron llamarse, como los que se reunían en los ejercicios espirituales del Oratorio de San Felipe Neri.
Sabía que muchas personas repudiarían la Constitución, por considerarla contraria a la religión, mientras que otras la apoyarían.
Habría quienes creyeran que el régimen constitucional debía ser más radical, hasta eliminar la figura del monarca.
Muchos estaban descontentos porque la igualdad prometida por los españoles a los americanos no se cumplía.
Sabía que esas tensiones podían ocasionar en cualquier momento una insurrección tan desastrosa como la que él combatió.
Las noticias que su protegido José López le enviaba de España respecto a la existencia de numerosas facciones (comuneros, exaltados, absolutistas, doceañistas) que se enfrentaban y conspiraban le hicieron temer que el nuevo orden constitucional no duraría y que ocasionaría más conflictos.
Por supuesto, Iturbide no estaba solo. Numerosos militares, propietarios, liberales y serviles estaban pensando lo mismo: más valía desatar los lazos que unían al virreinato con la metrópoli, como había propuesto el abad Dominique de Pradt.
Iturbide había platicado ya sobre estos temas con muchos amigos, entre quienes había destacados defensores de los intereses americanos, como su compadre Juan Gómez de Navarrete, y militares con quien tenía una enorme confianza, como Manuel Gómez Pedraza.
Cuando el viejo coronel Gabriel de Armijo solicitó retirarse del sur, en donde combatía a Vicente Guerrero, apareció la oportunidad para Iturbide.
Designado comandante en la región, de inmediato se puso en contacto con su enemigo. Los diputados que salían rumbo a España fueron informados por Gómez de Navarrete y Gómez Pedraza de las intenciones de Iturbide para proclamar un Plan de Independencia.
No pudieron esperarlo, pero en Madrid trabajaron para establecer una monarquía en México, encabezada por un miembro de la casa reinante española y bajo un orden constitucional.
En Iguala, Iturbide se pronunció por lo mismo, con el apoyo de Guerrero, en febrero de 1821. Si bien en un principio tuvo más reveses que triunfos, poco a poco fue ganando voluntades. Negoció, ofreció, dijo que sí a casi todos.
La bandera de religión, independencia y unión fue enarbolada en todas las plazas. Los más fervorosos serviles quedaron satisfechos con la separación de una metrópoli que estaba tomando medidas en contra de los privilegios de las corporaciones eclesiásticas; los liberales aceptaron la propuesta de mantener la vigencia de la Constitución de 1812 en lo que una asamblea representativa redactara una propia; los defensores del rey no vieron problema alguno en pedir que la corona del imperio mexicano quedara en manos de Fernando VII o alguien de su familia; algunos insurgentes aceptaron la independencia bajo estas condiciones.
¿Qué otros méritos podían exigir a Iturbide los señores diputados del Congreso de Tamaulipas? La independencia se consiguió apenas siete meses después del pronunciamiento de Iguala.
Juan O’Donojú, último capitán general de Nueva España, firmó con Itrubide el Tratado de Córdoba en agosto. Iturbide cumplió su promesa: reunió una Junta Gubernativa que declaró solemnemente el nacimiento de México y convocó elecciones para un Congreso Constituyente. Los republicanos podían acusarlo de ambicioso, por haberse coronado, pero debía decirse a su favor que cuando España rechazó el Tratado de Córdoba, había un enorme respaldo para que quien ocupara el trono fuera el autor de la independencia.
Es muy difícil hacer un balance del primer gobierno que tuvo México como estado independiente. Iturbide encabezó un imperio, primero como regente y luego como emperador, en el que no había recursos para pagar tropas ni sueldos de los empleados públicos.
Muchos productores lo apoyaron por la promesa de reducir o eliminar impuestos y cargas tributarias que después le hicieron falta como gobernante.
La delincuencia azotaba a la población y no había un sistema de administración de justicia que le permitiera actuar; de ahí que solicitara al Congreso el establecimiento de tribunales militares, medida que fue rechazada por los constituyentes.
Se debe señalar que los republicanos en la época del imperio eran muy pocos y que el respaldo a la monarquía constitucional como forma de gobierno era casi unánime, pero Iturbide tuvo problemas con los partidarios de la república desde un principio.
En noviembre de 1821 descubrió una primera conspiración, en la que participaban Josefa Ortiz de Domínguez y Guadalupe Victoria.
Poco después, Servando Teresa de Mier, Vicente Rocafuerte y el enviado colombiano, aunque veracruzano, Miguel Santa María, promovieron la caída del imperio.
En agosto de 1822, Iturbide envió a la cárcel a los diputados conspiradores y pidió la salida de Santa María.
La medida fue respaldada por numerosas representaciones de villas, pueblos y ciudades. Sólo unos cuantos se opusieron, como el propio Felipe de la Garza.
Pese a todos estos problemas, Iturbide trabajó por el engrandecimiento de su patria. Desde un comienzo puso sus miras en la incorporación al imperio de territorios que no formaban parte del núcleo central de Nueva España.
Por ello, promovió que las Provincias Internas se adhirieran al Plan de Iguala (el propio Humboldt calculaba que el virreinato llegaba por el norte al paralelo 31), lo mismo que Centroamérica.
Incluso, llegó a considerar la pertinencia de que el imperio incluyera al Caribe español, para integrar así a toda la América Septentrional.
Estas ambiciones seguramente fueron vistas por Simón Bolívar, por lo que trabajó con Santa María en la caída del emperador.
Por el contrario, y pese a la opinión de numerosos autores, Joel Poinsett, quien visitó México en 1822, no participó en las conjuras contra Iturbide.
Por supuesto, el emperador también actuó de manera autoritaria. Arbitrariamente, disolvió el Congreso en octubre de 1822 y reunió una Junta más pequeña.
En diciembre, otro joven ambicioso, vinculado con conspiradores republicanos, Antonio López de Santa Anna, se pronunció en contra de la monarquía. No consiguió su objetivo, pero al menos fue el responsable de que el emperador enviara tropas a Veracruz y gastara los pocos recursos que le quedaban.
Cuando Antonio de Echávarri se percató de que no podría derrotar a los rebeldes y de que podía ser destituido en cualquier momento, se pronunció por una salida que parecía aceptable para todos, mantener el imperio y convocar un nuevo congreso.
No hay evidencia de que fuera la masonería del rito escocés la que promovió el Plan de Casa Mata para derrocar a Iturbide; pero el resultado fue ése.
Un artículo del Plan otorgaba a la diputación de Veracruz facultades de gobierno en tanto se restablecía el orden. Las demás provincias apoyaron el Plan para tener esas mismas facultades. Era el principio del federalismo.
Iturbide, que tan bien apreció las condiciones del país, no pudo ver las demandas de las regiones. El 19 de marzo de 1823, abdicó y aceptó salir del país.
Estuvo en Italia, en donde escribió sus Memorias, y luego en Gran Bretaña. En Europa se percató de las intenciones españolas para recuperar su más preciada colonia y el respaldo que varias monarquías le daban. Entonces regresó a México ¿cuál era su delito?
Los constituyentes de Tamaulipas no cedieron. A las tres de la tarde, comunicaron a Iturbide que sería ejecutado.
Iturbide pidió un día más, que le fue negado. Confesó y escribió unas notas. Parecía inconcebible que el autor de la independencia muriera fusilado sin sumaria, sin atender argumentos.
Por supuesto, Iturbide no quiso recordar aquella tarde la correspondencia que en los meses recientes había mantenido con Antonio de Narváez, administrador de su Hacienda de la Compañía. Narváez y Manuel Reyes Veramendi encabezaban un grupo de conspiradores que promovía el regreso de Iturbide, descubierto por el gobierno en abril.
La lista de implicados incluía a numerosos militares. Incluso, se asoció al rebelde Vicente Gómez, el capador de gachupines, con el regreso de Iturbide.
Luis Quintanar y Anastasio Bustamante, defensores de la soberanía de Jalisco, también se hallaban implicados.
No es que pretendieran coronar al depuesto emperador, pero sí favorecían que regresara a “ocupar el lugar que la patria quisiera otorgarle”.
El problema es que la patria o, mejor dicho, quienes la representaban en el Congreso, decidieron que su lugar era frente al pelotón de fusilamiento.
Cuando los constituyentes fueron enterados por los secretarios de Relaciones y de Guerra, Lucas Alamán y Manuel de Mier y Terán, de la existencia de numerosas conspiraciones en contra del gobierno y a favor de Iturbide, decretaron que si regresaba al país estaría fuera de la ley y sería ejecutado.
El decreto se cumplió el 19 de julio de 1824. Muchos pensaron que la república se había salvado.
Para otros, para muchas generaciones más, se trató de un parricidio. “En el acto mismo de mi muerte – fueron sus postreras palabras – os recomiendo el amor a la patria”, una patria impensable sin Agustín de Iturbide.
Datos interesantes de la vida de Iturbide.
Personaje controvertido, villano en la historia de México. Sin Agustín de Iturbide el país sería otro.
Todos los mexicanos crecieron con esta imagen: Agustín de Iturbide, el personaje que en 1821 consumó la Independencia de México, fue un villano.
Una reputación que, durante más de dos siglos, muchos han asumido como bien ganada.
Y es que tras una sangrienta guerra que terminó con la colonia que era la Nueva España, el Dragón de Hierro -como se conocía a Iturbide– tomó una inesperada decisión.
Se proclamó Emperador de México, aunque la monarquía era parte de lo que miles de personas habían combatido durante más de una década.
El primer día de la República: el momento en que nació el México que hoy conocemos. Esa es, al menos, la historia oficial que se imparte en todas las escuelas del país.
Pero algunos creen que no es la versión completa. Y uno de ellos es Pedro Fernández, autor del libro «Iturbide, el otro padre de la patria». El escritor insiste en que el país que hoy es México no hubiera sido posible sin el papel del polémico personaje.
Iturbide es, junto con los iniciadores del movimiento independentista, otro padre de la patria. Eso, sin embargo, es algo que tampoco se ha reconocido.
Incluso, para la mayoría de los mexicanos, el principal referente sobre el período en que se consumó la independencia es Miguel Hidalgo y Costilla.
Hidalgo fue el sacerdote que empezó una revuelta armada contra el reino de España al amanecer del 16 de septiembre de 1810. Pero fue detenido y fusilado antes de concluir la tarea.
Entonces Iturbide asumió el liderazgo, y aliado con otros líderes insurgentes consiguió la separación del país. Pero eso parece olvidado, insiste Fernández.
“Ese aspecto de traidor siempre lo ha acompañado por creer que fue un hombre que sólo buscó la independencia para ser emperador”, según investigadores. “Pero cuando leemos su narrativa y sus documentos, vemos un hombre que, al igual que los otros insurgentes, vio los excesos de los españoles de finales del siglo XVIII y principios del XIX”.
Pero «el Dragón de Hierro» no siguió el camino de la familia, propietaria de comercios y haciendas. En cambio se unió al Ejército Realista donde tuvo una carrera exitosa. En 1810 supo de las conspiraciones en pro de un movimiento armado para separar al territorio de España. Sin embargo, el militar no se unió a la insurrección iniciada por el cura Miguel Hidalgo, y por el contrario defendió a Valladolid de los ataques insurgentes.
De hecho, durante los años siguientes fue un implacable perseguidor de los independentistas. Fue en estos años que se le bautizó como “El Dragón de Hierro”. Pero, según Pedro Fernández, en realidad Iturbide estaba a favor de acabar con el dominio de la Corona española.
Simplemente no estaba de acuerdo con la forma como Hidalgo y José María Morelos y Pavón, el otro líder insurgente, realizaban la guerra.
El ejército que encabezaban era improvisado, a veces sin control y cometía excesos. Y uno de los episodios que lo reflejan fue la batalla por la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato.
Era un granero donde, el 28 de septiembre de 1810, se refugió la población de la ciudad para protegerse de la batalla entre insurgentes y realistas.
Las fuerzas de Hidalgo derrotaron a los militares, pero al tomar el edificio asesinaron a las familias refugiadas.
La masacre restó apoyo al sacerdote entre la población criolla, favorable a la independencia.
Entre ellos Agustín de Iturbide. “Estaba en contra de cómo este ejército formado por el pueblo y sin enseñanza militar llegaba a los pueblos y los saqueaba”, cuenta Pedro Fernández.
Según el investigador, por esas fechas Hidalgo le había ofrecido la faja de teniente general a Iturbide, quien la había rechazado, sosteniendo que «la independencia no se puede conseguir con masacres ni con baños de sangre”.
Las razones de Iturbide. Paradójicamente el implacable perseguidor de los insurgentes retomó la lucha de Hidalgo en 1820.
Una decisión que no fue gratuita. La Corona lo acusó de corrupción y canceló su mando en el ejército. Y aunque Iturbide evitó ser encarcelado, entendió el trato diferente que había para los nacidos en el país y los peninsulares, originarios de España.
“Es cuando deja de ser realista y empieza a pensar mucho más en la independencia”, recuerda Fernández.
Así, junto con el único líder insurgente que seguía en armas, Vicente Guerrero, formula el Plan de Iguala para separar al territorio de la Península.
Un año después, en septiembre de 1821, se consolidó la independencia. Y en julio de 1822 el Dragón de Hierro fue designado emperador, bajo el nombre de Agustín I.
¿Por qué? Pedro Fernández cree que fue casi inevitable. El país se encontraba en bancarrota tras una década de guerras.
Los criollos e incluso algunos peninsulares seguían con atención la crisis en España, donde el rey Fernando VII fue obligado a jurar la Constitución de Cádiz.
Un gobierno republicano acechaba a la Nueva España y eso significaba perder privilegios. Y en 1821, existía una tendencia favorable a establecer un imperio en el territorio.
Así, cuando Iturbide al frente del Ejército Trigarante asume el control de la capital y se firma el acta de independencia, la idea gana adeptos.
“Estaba claro que una transición mucho más suave de un gobierno a otro era el imperio, al final veníamos de ser un virreinato y era lo que el pueblo conocía”, dice Fernández.
De hecho ése era el plan original. El documento que concreta la separación se llama “Acta de Independencia del Imperio Mexicano”.
Y declara “solemnemente, por medio de la Junta Suprema del Imperio, que es Nación Soberana e Independiente de la antigua España”.
«Muy mal imperio». Un imperio era, pues, el destino de México.
Y, en ese escenario, el mejor candidato para encabezarlo era Iturbide, un hombre “inmensamente popular, de alguna u otra forma hubiera terminado siendo emperador”.
Así fue, aunque no de la mejor manera. Una turba –algunos creen que fue pagada- declaró al militar como emperador del país.
Luego amenazó a los diputados para que concretaran el plan, pero el imperio no duró mucho.
El país estaba en bancarrota, a tal nivel que incluso las joyas para la ceremonia de la coronación de Iturbide “eran prestadas, las regresaron al día siguiente (de la ceremonia)«, cuenta Fernández.
Además el emperador “no era político, no había sido educado para gobernar ni tenía experiencia. No supo cómo gobernar la situación. El imperio fue muy malo”, agrega.
En marzo de 1823 Agustín de Iturbide abdicó al imperio y se exilió en Europa. Regresó un año más tarde pero fue detenido y fusilado.
El juicio de la historia. Desde entonces empezó a construirse la mala imagen de Iturbide, en parte por sus acciones pero también por la disputa política y revueltas que caracterizaron el siglo XIX en México.
Hubo algunos episodios emblemáticos, como en 1921, cuando se retiró el nombre del emperador en el muro de la Cámara de Diputados donde se recordaba a los héroes del país.
La imagen se mantuvo en las décadas siguientes, especialmente durante el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que se proclamaba heredero de la Revolución Mexicana.
En todos los casos se olvidó el papel fundamental de Iturbide para consolidar la independencia, insiste Pedro Fernández.
Algo, que según el historiador, se explica por prácticas que son frecuentes entre los mexicanos.
“Es un país que no cuestiona su historia, consume tal cual lo que se le dice en la escuela”, lo dice Fernández.
“Y hay una tendencia de los mexicanos a seguir viendo todo en blanco y negro: Los héroes tienen que ser pulcros y sin mancha, y los villanos muy malos sin posibilidad de redención”, agrega.
“Además es mucho más fácil ver esta historia como de telenovela y no asumir que todos estos personajes, desde Hidalgo a Iturbide fueron personas de carne y hueso”.
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