Bajo la carga urbana nocturna
se pierde de manera increíble
—sin posibilidad de regreso—
de las estrellas su primor
aunque nuestra intuición completa
de la escena su luz con su gemelo.
Ese es el sustituto que revela
todo remedo de irrealidad
—la noche inacabada que inunda—
y amuebla nuestra casa a borbotones
con amuletos írritos que esconden
el canto de ángeles.
Oímos notas y tonos
y al estremecer al humano
—caminante moviéndose—
se olvida la creadora pequeñez
y se confunden con oros
aquellos puentes de fe.
Pasa el amor y el tiempo
y al enseñar su viga y sostén
recuerdan melodía del mirar
—ya sin la fatuidad soberana—
el dulce recobrar del color
de las estrellas sin noche ni alcoba.
¡Tantos fuegos bajados!
Y tú que te creías fuego único
—cuando pereces entre el fatigar—
y el enfermizo cauce de astros
que al colarse denigran
a ese yo que ya no te llena.
Qué más ardua y ansiosa tarea
—tan incomprendida y humillada—
de vivir y aprender ese secreto
de humildad que hace la espera
pero busca de la última copa
el mejor sabor del residuo.
Qué animalidad que cosifica
el pertinaz aplomo de humildad
que lo torna la rara mezcla
de mezquindad y orgullo
—tan vanos frente al ríspido
espectáculo de anochecer—.
Enfermé y al curarme presentí
a toda humanidad en la humildad
pero es carga que no llega al corazón.
¿Me veré como diáspora
de cuya luz escapan fotones
como canto sin su aire?
Es más fácil andar para atrás
que hacia adelante pues duele
—como imagen perdida y sin fe—
este acumular años sin aprender
apenas nada de cómo acabar
con derruido ruido del mundo.
Me senté a leer noche entre fe
pero su humildad ya coronaba
el cielo abierto de los puntos
que ya cerraban tus pupilas
tan incoloras como esa noche
—entre fe de tenerla conmigo—.
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