Una tragedia lo impulso a ser astronauta.
En esta ocasión en Revista Única recordamos al primer hombre en pisar la Luna el es Neil Armstrong, quien nació el 5 de agosto de 1930 en una granja a unos diez kilómetros de la ciudad de Wapakoneta, Ohio, lugar donde se graduó de la preparatoria. A los 6 años su padre le llevo en un paseo en avioneta, ahí decidió su destino, quedó fascinado, admiraba a los pioneros de la aviación (Charles Linbergh o Amelia Earhart) y a los ases de la Gran Guerra. Sus sueños eran ser el Barón Rojo; en tanto los pueblos azotados por la Depresión donde trasladaban a su padre, auditor, se ganaba unas monedas después de clases cortando hierba en el cementerio o preparando dónuts en la panadería. Salía al campo con los boy scouts, es curioso pero once de los doce hombre que estuvieron en la Luna fueron scouts. Para el año de 1944 Neil logró reunir 9 dólares para invertirlos en una lección de vuelo de una hora en la pequeña escuela de aviación «Wapak Flying Service». El 5 de agosto de 1946, cuando cumplió 16 años obtuvo su licencia como piloto privado, mucho antes de obtener una licencia para conducir automóviles. «Me decepcionaba haber nacido una generación tarde. Me perdí todas las grandes aventuras de la aviación: los vuelos transoceánicos, los récords en solitario…», recordaba. La épica estaba agotada, o eso creía; pero quedaba la técnica. Pragmático, el joven Armstrong decidió que dedicaría su vida a fabricar aviones. Sería ingeniero aeronáutico.

Así recibió una beca para estudiar en la Universidad de Purdue, pero interrumpió su carrera para alistarse como piloto de la Marina, donde sirvió tres años de 1950 – 1953, esto durante la guerra de Corea. Aquí participó en un total de 78 misiones de combate; durante un vuelo raso se llevó por delante un cable y perdió un gran trozo de la ala derecha, por esto tuvo que saltar, intentó caer en el mar, pero calculó mal y llegó a un arrozal, aunque por fortuna no en territorio enemigo, solo tuvo una fractura de coxis. Conoció a Janet, la que sería su mujer, al regresar de Corea y reincorporarse a la universidad. Él tenía 22 años y ella, 18. Armstrong no era muy lanzado con las mujeres. Y tardó tres años en proponerle una cita. El matrimonio tuvo tres hijos: Eric, Karen y Mark. Terminó la carrera y se hizo piloto de pruebas. Fue destinado a la base de la Fuerza Aérea Edwards. La fama del comandante de hielo, el aviador capaz de mantener la calma en los peores momentos, comenzó a gestarse. Como un gato, siempre se las arreglaba para caer de pie. Se fiaba de su intuición antes que del instrumental, que era precario para unos prototipos que superaban cinco veces la velocidad del sonido.

En el año de 1962, su hija Karen murió a causa de un tumor. Tenía dos años. Unos meses después, Armstrong presentó su candidatura como astronauta. No hablaba del tema, pero sus familiares dicen que aquella pérdida fue decisiva, que necesitaba dedicar su energía a algo positivo para la humanidad. Fue uno de los primeros pilotos de la NASA en soportar la centrifugadora, una especie de atracción de feria que sometía a los aspirantes a intensas fuerzas gravitatorias. Solo dos resistieron el máximo, y solo. Las pruebas eran durísimas. Le llegaron a inyectar agua helada en el oído durante mucho tiempo. Armstrong seguía controlando los mandos del simulador «a pesar de que se me había ido tanta sangre a la cabeza que apenas veía nada». Otras pruebas rayaban en el sadismo. «Hubo una en la que te inyectaban agua helada en la oreja con una jeringuilla durante mucho tiempo», rememoraba.

Los tres elegidos para la gloria fueron Mike Collins, piloto del módulo de mando; Buzz Aldrin, piloto del módulo lunar; y Neil Armstrong, comandante de la misión. Una sorpresa, porque él mismo había reconocido ante sus superiores que le faltaba personalidad. Los tripulantes del Apolo 11 apenas se dirigían la palabra. Lo de ser el primero en la Luna le traía sin cuidado a Armstrong. «Mi objetivo es ir, aterrizar y volver sanos y salvos. Demostrar que el hombre es capaz de hacer este tipo de trabajo», decía. No alcanzaba a ver la dimensión simbólica de esa hazaña. Aquel 20 julio de 1969, después de un viaje de cuatro días de la Tierra a la Luna, el módulo lunar -el Águila, un cachivache con largas patas de araña- se separó del módulo de mando; y Armstrong lo pilotó hasta casi quedarse sin combustible mientras en el control de tierra se mesaban los cabellos. La superficie estaba llena de grandes rocas y cráteres, pero Armstrong nunca pensó en abortar el aterrizaje. No porque la supremacía de Estados Unidos en su carrera con la Unión Soviética estuviese en juego, sino porque tenía la sangre más fría que nadie. Por eso lo eligieron. Por fin, a 30 metros del suelo y a 30 segundos de quedarse sin una gota de propergol con el que propulsar el módulo, vio una parcelita donde posarse.

Armstrong tenía 38 años, medía 1,80 y pesaba 77 kilos. Con el traje presurizado alcanzaba los 158, que se convertían en 26 por obra de la gravedad lunar. Nadie sabía si diría algo o se quedaría en blanco, pero se preparó una frase la noche anterior, más por compromiso que por afán de inmortalidad. «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad», proclamó. «Nunca fui demasiado bueno vocalizando», reconocería. Al paseo lunar se llevó una bolsa para poder recoger piedras y una Hasselblad para hacerle fotos a Aldrin. No pensó en hacerse un selfi, así que solo aparece reflejado en la escafandra de su compañero. Se dejaron la puerta de la escotilla entornada por si no podían abrirla al regresar. Habían forcejeado tanto con ella para salir que la sensación de ridículo, si se quedaban para siempre en la Luna por un fallo técnico tan banal, era incluso peor que morir. Nunca quiso ser famoso. Ni le dio mucha importancia a lo que había conseguido. Decía: “Yo soy, y seré siempre, un ingeniero empollón de los que llevan calcetines blancos”. Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la luna, jamás se vio a sí mismo como un héroe. Antes que astronauta, antes incluso que piloto, se consideraba ingeniero. Y lo que más le preocupaba era hacer bien su trabajo. Era modesto y parco en palabras.
Cuando Armstrong dejó la NASA en 1971, se compró una granja de cerdos en Wapakoneta, el pueblo de Ohio donde nació. Y dio clases en la Universidad de Cincinnati. Tapó con cartones las ventanas de su despacho para que los estudiantes no se asomaran. No firmaba autógrafos. Y demandó a su barbero por vender mechones de su pelo. Armstrong se negó a ser el resto de su vida una leyenda. Pasó la cuarentena encerrado en un cubículo con sus compañeros por si estuvieran incubando algún tipo de gripe extraterrestre, y en cuanto salió de allí, empezó a desmarcarse. «Es posible que ir a la Luna no sea tan importante, pero es una buena manera de infundir una nueva dimensión al pensamiento de la gente, una especie de iluminación», escribiría. Murió a los 82 años, debido a las complicaciones de una operación de corazón. La misión Apolo fue el triunfo del optimismo y la temeridad en una época marcada por el miedo a una guerra atómica que borrase a la humanidad de la faz de la Tierra. ¿Beneficios? «Solo la historia sabe cómo utilizaremos esa información en los próximos siglos. Esperemos que seamos lo bastante inteligentes como para sacar el máximo provecho», dijo Armstrong. También dijo que, al fin y al cabo, nuestro planeta es una gran nave espacial en la que todos somos astronautas.

Cuando Neil Armstrong murió el 25 de agosto de 2012, en un hospital de Cincinnati, dos semanas después de someterse a una intervención quirúrgica de corazón, su familia le rindió un tributo conmovedor dirigido a los millones de admiradores que el astronauta tenía por todo el mundo. “Honren su ejemplo de servicio, realización y modestia”, escribió la familia. Les dijo a quienes fueron inspirados por el primer hombre que pisó la Luna que “la próxima vez que caminen bajo una noche despejada y vean la Luna sonriendo desde lo alto, piensen en Neil Armstrong y háganle un guiño”. Pese a esto, en privado, la reacción de la familia ante la muerte de Armstrong a los 82 años fue mucho más turbulenta. Sus dos hijos afirmaban que la atención deficiente que el hospital Mercy Health de Fairfield le dio a Armstrong después de la operación le había costado la vida, e incluso un experto que siguió trabajando para el hospital encontró problemas graves con el tratamiento que se le dio. El hospital defendió la atención brindada, pero le pagó 6 millones de dólares a la familia para resolver el problema en privado y evitar publicidad negativa, según lo demuestran documentos. El hospital insistió en mantener en secreto las quejas y el acuerdo.
Datos interesantes de la vida de Neil Armstrong:

Neil Alden Armstrong nació el 5 de agosto de 1930 en Wapakoneta, (Ohio, EEUU). Estudió en la Universidad Purdue con una beca del Plan Holloway de la Armada de los Estados Unidos y se graduó en ingeniería aeronáutica. Sirvió en la guerra de Corea como piloto, trabajó de piloto de pruebas y, por supuesto, como astronauta desde 1962. También llegó a impartir clases en la Universidad de Cincinnati como profesor del Departamento de Ingeniería Aeroespacial e incluso visitó el polo norte con el explorador Sir Edmund Hillary, otro pionero (en este caso, en ascender el monte Everest).
Armstrong fue un hombre con mucha suerte teniendo en cuenta su participación en la guerra de Corea, los múltiples peligros a los que se enfrenta diariamente un piloto de pruebas (sobrevivió a varios accidentes de avión), y ya no digamos los riesgos que entraña ser enviado al espacio. También salió ileso de un incendio que arrasó su vivienda en Texas. Armstrong estaba hecho de otra pasta y no sería extraño que la NASA no le hubiera dado muchas vueltas a la hora de ponerle al mando de la misión Apolo.

Neil se casó con la estudiante de economía domestica Janet Elizabeth Shearon el 28 de enero de 1958. El matrimonio tuvo tres hijos: Eric, Karen y Mark. Por desgracia, la tragedia es inherente a la misma existencia y la vida no iba a reservarse sus golpes ni siquiera para el primer hombre en la Luna. Con apenas 2 años, a la pequeña Karen se le diagnosticó un tumor maligno en el tronco del encéfalo que redujeron con rayos X. El tratamiento la debilitó y murió a causa de una neumonía en 1962. Un capítulo muy doloroso en la vida de Armstrong que sin duda fue determinante para el comandante al afrontar tan difícil misión.
Estaba claro que el mayor número de visitas a los archivos se lo iba a llevar el comandante del Apolo 11 y el primero en poner el pie sobre la superficie rocosa de nuestro satélite. Pero el mundo también se acuerda (o, en su defecto, debería acordarse), del resto de integrantes de una tripulación icónica. Nos referimos al piloto del módulo lunar Eagle, Buzz Aldrin (de nombre completo Edwin E. Aldrin Jr.), el segundo en «pisar», y al piloto del módulo de mando Columbia, Michael Collins. Resulta memorable la audiencia que tuvieron los tres astronautas hace más de dos décadas con el entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, con motivo del 40 aniversario de la llegada a la Luna.

Se le concedió la Medalla de Honor Espacial del Congreso en 1978, la cual le entregó el presidente Jimmy Carter; y en 2009, le otorgaron la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos. Además, tanto Amstrong como Aldrin y Collins fueron galardonados en su momento con la Medalla Presidencial de la Libertad por el presidente Richard Nixon.
Si estás entre los que citan la famosa frase de Armstrong al pisar la Luna así : «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad», sentimos decirte que eso no fue exactamente lo que dijo el comandante del Apolo. Como muchas otras citas célebres, ha sufrido pequeñas modificaciones fruto del paso del tiempo. Y puede que esto se deba a que, de hecho, durante años se creyó que realmente decía «el hombre», lo cual resultaba algo extraño. Finalmente, se ha demostrado que la grabación no captó con claridad que lo que en realidad dijo fue «un hombre», resultando la auténtica cita en: «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad».

Muchas cosas pueden torcerse tanto dentro como fuera de la atmósfera terrestre. ¿Sabías que Richard Nixon tenía preparado un discurso alternativo en caso de que la misión fracasara? Y no nos referimos al mero hecho de no cumplir su principal objetivo, sino a la posibilidad de que Armstrong y su tripulación no volvieran sanos y salvos a casa. Este discurso incluía pasajes como: «En tiempos antiguos, el hombre miraba a las estrellas y veía héroes en las constelaciones. En tiempos modernos hacemos lo mismo, pero nuestros héroes son hombres épicos de carne y hueso». Por muy oscura que parezca la anécdota, no es algo inusual teniendo en cuenta todo lo que puede fallar en un viaje espacial, aún con la minuciosidad del programa Apolo (que el cohete reviente, que el traje espacial tenga algún defecto…). Afortunadamente, el discurso de reserva quedó tan solo en eso, en una historia interesante que contar.

Y si se pudo evitar algún que otro accidente, también fue gracias al comandante de la misión. Armstrong demostró que su formación y entrenamiento no habían sido en vano cuando se percató de que el ordenador del módulo lunar les enviaba directamente a un cráter enorme. Sus maniobras consiguieron que el módulo aterrizara sin más lamentaciones en la zona del Mar de la Tranquilidad, una denominación muy apropiada en ese momento. Podríamos decir que su habilidad y destreza son en parte responsables de todo cuanto aconteció después.
La proeza de Neil Armstrong y su equipo se ha adaptado al cine en numerosas ocasiones. Recientemente, hemos podido ver ‘First Man’ (2018), una dramatización de la biografía de Amstrong entre 1961 y 1969 dirigida por Damien Chazelle y protagonizada por Ryan Gosling. Y, ahora mismo, se está promocionando el que ya se considera el documental definitivo sobre el primer hombre en la Luna, ‘Apolo 11’ de Todd Douglas Miller: el resultado de la recopilación y restauración digital de miles de horas de metraje que recogieron los hechos.

Neil Armstrong nos dejó el 25 de agosto de 2012 a causa de complicaciones de un baipás coronario. Pero la estela de su «paso» por la Tierra y, claro está, también la Luna, prevalece.
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