Tomaba esa mano y miraba esos ojos proyectados hacia dentro de un sentimiento tibio desconocido, con el sol que inyectaba de calidez emocional el instante, cuando te marchaste y mi boca y alma no pronunciaron más nada.
Ante esta traición de la mente y del sentimiento pensé en los mundos y constelaciones que mueven, pero que juegan a hacernos callar cuando queremos nombrar. Aquello inefable se mantiene incólume. Pesa el fondo de las situaciones, tejen estas sus propias reglas y el juego cambia de dirección hacia la incertidumbre o el absurdo.
Todo eso bello, ardiente por sí mismo, elocuente por luz propia, ansioso de ser poseído por siempre para ser nombrado, atado a la prosperidad infinita de la eternidad, toda esa belleza perdida por una mente absorta a su perfección, abstraída en su plenitud, contrariada por ¡no saber pronunciar nombre!
La racionalidad abstracta e irreconocible, la armonía, la creación y la imaginación, perdida por una irrealidad mezquina, débil, banal, casual, arbitraria y tosca, a la que no pude dar nombre.
El tiempo me enseñó que la estulticia de mente y cuerpo está en la imposibilidad de dar nombre a eso que añoré decirte algún día y que se perdió entre sus constelaciones fraudulentas, anidadas en las sombras del sentir.
Todo eso bello navega entre mente y cuerpo y descubre las posibilidades de eternidad que se ocultan a nosotros, simples seres humanos.
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