Sobre la hierba tibia del atardecer, el sol aún suspira entre las hojas de los árboles y el cielo, en su transformación morbosa, ofrece más que un espejo profundo al brindar, como libreta en blanco, la posibilidad de escribirlo, tornarlo canción de luz, sombras de fe, eterna reflexión, gloria serena.
—No hay dos cielos iguales, nunca los ha habido. Pero, aunque las salpicaduras de cielo sean solo tonalidades azules y trasparencias momentáneas, la tonalidad asocia—, solía decir siempre que miraba hacia arriba de golpe y con discreta devoción.
Traté de imaginar el cielo de esa mañana. No pude. Sonó en mi cabeza ese “no hay dos cielos iguales”, pero no miré el cielo de ese día. ¿Cómo constatar la vida sin verla siquiera y proyectarla en el alma, en la libreta, en las palabras, en las luces aún por llegar, en las sombras que protegen nuestro sueño?
Ese que ahora me contempla, ese cielo que me mira en este momento y eleva mi visión por encima de mi cabeza, esas nubes que parecen deshacerse con pereza, no se parece al cielo que vio, no es el cielo de ayer, cuando la lluvia caía en filamentos delgados, tampoco será el de mañana, cuando el mundo llore en silencio por la ausencia de luz. No hay dos cielos iguales. Cada cielo viste una tierra, está para una gente, es un fragmento que contiene el aliento de quienes lo han mirado antes, en otras lenguas, con otros sueños y visiones, con otras edades y otros tiempos.
El cielo que está sobre el mar no es el mismo que se duele en los desiertos. No es igual al que arropa las montañas con su frío brillante, ni al que reposa, dormido, sobre los campos húmedos de trigo, arroz, maíz, ciudades. Cada cielo nace de sí, de su historia, de sus propias esperanzas. La huella de las manos que lo señalaron está en su perfecta plegaria, en las promesas rotas, en la nada suspendida, en el humo astringente.
Cierra ahora los ojos por un instante y ve otros cielos, tus cielos, las tonalidades, los cielos que cubren a los que amas y a los que ya no están. Son cielos con otros soles, otras estrellas, otras formas de nombrar la realidad oscura y yerta. Cada cielo susurra su lenguaje, tiene un destino y una composición. Pero hay tonalidades.
Cada cielo diferente siente, envuelve, crea, es una oportunidad, la ciencia de la verdad, la conciencia que ilumina, la vereda que besa y ama. No hay dos cielos iguales pero la tonalidad amorosa los contiene.
El amor entre madre e hijo, de padres, entre dos extraños cuyas miradas alguna vez se cruzaron, entre los que se buscaron sin encontrarse, son esas tonalidades, el amor a la vida, al arte, al simple hecho de seguir adelante. El amor es origen y fin.
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