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Tacto y piel

La noche abre su abanico de sombras cuando los dedos inician el rito: desprender los bordados del tiempo, los botones que guardan secretos de oficio. Cada prenda es una cáscara que cae al suelo, crujido de hojas secas bajo la luna. La piel ya no es frontera sino mapa de un reino donde el tacto dicta leyes. Te desvistes para vestirte de otra forma: el deseo como segunda dermis, tatuaje de llamas que no queman sino iluminan los jeroglíficos del tacto.


Hay un instante en que la tela se vuelve líquida y el cuerpo es estatua de polen que se derrite en el aliento compartido. Los espejos empañados escriben versos de vapor y de la costura que se deshizo brota el río que no tiene nombre. Las manos, diseñadoras de los invisible, deshojan capas hasta encontrar la semilla que late bajo el ombligo. Es entonces cuando la habitación se hace selva de sábanas y enredaderas. Las sienes son frutos maduros que estallan en sal.


Pero todo éxtasis lleva consigo la sombra de su finitud. En el centro del laberinto, una flor despliega su corola de terciopelo agonizante. Es la misma que intenta robar al viento su canción, la que nace sin estambres, condenada a perfumar un amor que no puede fecundar. Su aroma —viscoso y dulce— es un himno truncado, un deseo que se repite como eco en una cueva sin salida. Cada pétalo, un intento fallido de capturar la esencia que se escapa entre los dedos: el amor no es savia, sino sed que bebe de su propia ausencia.


Y así, desnuda ya de todo excepto del anhelo, contemplas cómo el perfume de la flor se eleva y se desvanece, como tu cuerpo, que después del vértigo, vuelve a ser sólo un puñado de sílabas buscando su poema. La entrega fue un lenguaje sin verbo, un jardín donde las raíces nunca tocaron la tierra.

El misterio revela el arte de vestirse de deseo y aprender a habitar la herida que florece en silencio, sabiendo que ni el tacto más fiero podrá clonar el aroma de lo que, al entregarse, se volvió fantasma.

Mi correo es ricardocaballerodelarosa@gmail.com

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