Depravación y vergüenza compartida: ¿Por qué nos toca a nosotras pagar los platos rotos?
Hace unos días, Paloma Corte, una reconocida abogada de Puebla, denunció públicamente en redes sociales un acto de acoso en Ciudad Judicial. Paloma se dio cuenta de que un hombre había comenzado a grabarla (y a otras mujeres) por debajo de la falda, y ella no se quedó callada.
Con valentía, comenzó a grabar al agresor y relató todo lo sucedido. La policía de Ciudad Judicial detuvo al sujeto, pero eso no impidió que la abogada tuviera que esperar más de 12 horas en la fiscalía para que su denuncia avanzara. Y, en medio de esta espera, lo más surreal de todo: la esposa del agresor, que resulta ser jueza en el mismo lugar, se acercó a Paloma para ofrecerle una disculpa en nombre de su esposo.
Aquí quiero hacer una pausa. Porque, como muchas personas, me pregunté: ¿esta disculpa fue influyentismo o un intento de “mediar” para proteger al marido? Pero viendo todo el panorama, ¿no será que esta mujer también está pagando el precio por los actos de un hombre que decidió hacer algo tan bajo y asqueroso como grabar a otras mujeres en secreto? Porque, claro, él será señalado, pero ella también, y de una forma distinta, una forma que le quiebra su reputación, su vida profesional y su dignidad. ¡Y aquí estamos las mujeres otra vez, viviendo la vergüenza por acciones que ni siquiera son nuestras!
La esposa del agresor, que en su rol de jueza debería gozar de respeto y prestigio, ahora es blanco de críticas, no porque ella haya cometido el delito, sino porque su esposo, un exministerial público (o sea, alguien que debería saber perfectamente qué es acoso y qué implica un delito), decidió actuar como si las mujeres fueran un objeto que puede filmar sin permiso. Y ahora, esa mujer enfrenta una especie de “escarnio social” como si hubiera estado de acuerdo, como si ella misma hubiera grabado a escondidas a Paloma. Es la misma historia de siempre: el hombre comete el abuso, y nosotras, las mujeres, terminamos lidiando con las miradas acusatorias, las vergüenzas, los “qué habrás hecho para merecerlo,” o el “¿y cómo es posible que no te hayas dado cuenta antes?”.
Lo irónico es que hay quienes piensan que esta jueza “está protegiendo” a su esposo sólo por el hecho de haber pedido disculpas. Como si fuera tan sencillo ser juez y parte en una situación tan delicada. Como si ella pudiera controlar cada movimiento de él, cada pensamiento o cada tentación. ¡Qué chistoso y trágico que aún muchos crean que las mujeres tenemos una especie de “poder secreto” para impedir que los hombres hagan barbaridades! No, señores, ella no es la autora del delito, ni su cómplice silenciosa, ni la dueña de sus deseos retorcidos.
Para mí, esto refleja un problema muchísimo más profundo: los hombres que creen que pueden pasarse de listos y salirse con la suya, como si las mujeres no tuviéramos ojos, voz y mucho menos el derecho a denunciar. Porque en su cabeza, su impulso momentáneo vale más que nuestra dignidad, nuestra paz, o incluso nuestra seguridad. Es una cadena interminable de comportamientos y patrones de abuso que siguen ocurriendo porque, para ellos, no es acoso, es “solo un juego,” es “una broma.” Pues no, señor. Esto no es ningún chiste.
Paloma hizo lo único que podía hacer: denunciar. Y como ella, muchas otras han decidido ya no quedarse calladas. Porque estamos hartas de que se minimicen estas agresiones y que, cuando hablamos, se nos cuestione o se nos tache de exageradas. ¿Por qué es tan difícil entender que cuando una mujer denuncia acoso, lo hace porque ya ha visto y vivido suficiente? Porque sabemos que estos “jueguitos” no se quedan en un video robado; son parte de un sistema donde el abuso ha sido tan normalizado que cuando alguien lo denuncia, resulta casi “sorprendente” que la víctima se atreva a hablar. Qué increíble que en pleno 2024 tengamos que decirlo otra vez: a las mujeres se nos cree, se nos respeta, y se nos protege.
Y si algo saca a relucir este caso es que aún vivimos en un mundo en donde la vergüenza, la culpa, y el juicio caen siempre sobre nosotras, incluso cuando somos víctimas colaterales del abuso. La esposa de este hombre hoy siente esa vergüenza que viene cuando alguien de tu círculo rompe las normas y las leyes, y ahora debe enfrentar las consecuencias sociales, porque el error de él también la salpica a ella. A fin de cuentas, nos sigue tocando ser únicas, porque tenemos que cargar con nuestras luchas y, además, con las batallas y vergüenzas que nos imponen por los errores de otros.