Por Ricardo Caballero de la Rosa.
Al cerrar los ojos una mar miré
acoplándose a sus límites tibios
con la rebeldía del intranquilo
movimiento insoportable del agua
que agita el interior del alma.
Henchido de un mío incierto
navegué dentro de mí siglos
para descubrirme siendo otro.
Dos fuegos dispersos en la igualdad
de un interior seco y diurno
cayéndose de sí mientras sueñan
las penas del otro sin imaginar
que de la fiesta interior saldrá
aquella apertura obscena
donde coinciden los muertos entre
las primeras formas vivas.
Pero nada nuevo. Más bien cúmulos
de experiencias aprendidas
que se quedaron en el olvido
obnubilado por la soberbia.
Aunque la mirada pierde nitidez
antiguos estigmas son menos curvos
y aquellas heridas duelen mucho más.
¿De qué trata esta longeva ceguera?
¿No soy pues el mismo torpe de siempre?
Y sin embargo soy otro
dentro del mismo paisaje oscuro.
La vieja almena que rompe sus líneas
mientras demonios y dioses
unen sus esfuerzos para acribillar
el nuevo sol que los insta a batirse
en aras del ser que ya nace
ínsito de un todo sí mismo limpio.
Lo nuevo en odre salido de tumba.
La humareda de esas fuentes
en cuyo centro renacen las playas.
En mi sol hay la oportunidad
de que la luna refleje algo más
que el débil temple de la luz natural.
Somos ahora la mar deseada
y volver a abrirla es búsqueda
espiritual que no cesa.