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Ella no pidió permiso, pidió justicia: Rufina Edith Villa Hernández

En la Sierra Norte de Puebla, donde el canto de los árboles parece custodiar las memorias de los pueblos originarios, vive una mujer cuya historia se entreteje con la tierra, el maíz, la dignidad y la resistencia: Rufina Edith Villa Hernández, activista nahua, alfabetizadora, promotora de derechos humanos, defensora del territorio y empresaria comunitaria. Su vida es una larga caminata cuesta arriba, pero cada paso ha sido una semilla de transformación colectiva.

Rufina no se construyó a partir de ideales abstractos. Su conciencia brotó de una herida tangible: los pies descalzos y agrietados de sus hijos. Era finales de los años 70, y aunque ya era madre de cuatro y esposa, la pobreza y el machismo habían cercado su mundo. La voz de la injusticia resonaba fuerte desde la tierra que la vio nacer, Cuetzalan, un pueblo de inmensa riqueza natural y espiritual, pero golpeado por la marginación.

El impulso de cambio comenzó con una aguja y un hilo. A los seis años ya sabía coser; a los ocho, bordaba. Rufina tomó esos saberes heredados por su madre y pidió —con insistencia y determinación— permiso a su esposo para trabajar. La negativa inicial, empapada de prejuicio social, cedió ante su insistencia. Ella no quería que sus hijos siguieran creciendo en la misma escasez. Quería “ayudar”. Y lo hizo.

La rebelión de las tejedoras

La rebelión de las tejedoras

En 1985, fue una de las fundadoras de Masehual Siuamej Mosenyolchikauanij (“Mujeres indígenas que se apoyan”), un colectivo que nacería del deseo de transformar la vida de las mujeres desde el trabajo, la autonomía y la sororidad. Gracias al acompañamiento de estudiantes de la UAM-Xochimilco, se sembraron semillas de organización, capacitación y empoderamiento.

El colectivo creció con esfuerzo, paciencia y comunidad. No solo recuperaron saberes ancestrales como los teñidos naturales y los bordados rituales, también comenzaron a capacitarse en derechos humanos, a promover el reparto equitativo de tareas en el hogar y a sembrar hortalizas y dignidad.

“Nos ayudó mucho hablar con los maridos, para que los niños también hicieran tareas del hogar y así las niñas no cargaran con todo”, recuerda Rufina, mostrando que su activismo se ha tejido desde la raíz, desde lo cotidiano, desde adentro.

El hotel de los sueños compartidos

El hotel de los sueños compartidos


En 1995, tras años de esfuerzo colectivo, nació Taselotzin, un hotel ecológico y cooperativo impulsado por mujeres indígenas. No fue fácil: enfrentaron burocracia, ausencia de infraestructura, resistencia vecinal y sabotajes. Pero su tenacidad fue más grande. Pidieron préstamos sin intereses, negociaron con autoridades, denunciaron públicamente los bloqueos. Vencieron. Y con ello, evitaron que sus familias tuvieran que migrar para sobrevivir.

Hoy, Taselotzin no es solo un alojamiento: es un símbolo. Un lugar donde se honra la tierra, la cultura y el trabajo comunitario, donde las mujeres pueden generar ingresos sin renunciar a sus raíces.

“Queremos proyectos que nazcan de la comunidad, no de la imposición. No queremos limosnas, queremos oportunidades reales”, sentencia Rufina, con esa claridad que solo da la experiencia de haber vivido al margen del sistema, pero nunca al margen de su pueblo.

Contra los gigantes del despojo

El compromiso de Rufina no se detuvo en el desarrollo económico comunitario. También alzó la voz contra los llamados proyectos de muerte: minas, hidroeléctricas y líneas de alta tensión que amenazan con devastar el entorno y el alma de los pueblos originarios. En 2016 y 2017, participó activamente en la lucha contra el proyecto LAT Entronque Teziutlán II–Tajín, lo que le costó una denuncia penal y amenazas.

Su respuesta no fue el silencio. Fue más organización, más lucha. Desde el Comité de Ordenamiento Territorial Integral de Cuetzalan (COTIC), continúa defendiendo la tierra como un derecho sagrado. “Nosotras no somos invasoras, somos guardianas”, afirma con firmeza. Por eso exige la abolición de la Ley Minera, que permite la explotación del territorio indígena sin consulta ni consentimiento.

Una historia que ya es raíz

Una historia que ya es raíz

Rufina no aspira al poder por el poder. Intentó competir por la presidencia municipal de Cuetzalan, enfrentándose al sistema corrompido, pero decidió dar paso a nuevas generaciones. Lo suyo no es la política de promesas vacías, sino la política viva del bordado, del maíz, de la palabra que organiza.

A punto de cumplir 70 años, Rufina sigue siendo faro y fuego. Su legado es visible en las mujeres que hoy estudian, emprenden, deciden. En los niños que crecen con conciencia comunitaria. En las montañas de Cuetzalan, que aún respiran gracias a quienes, como ella, han dicho “no” a la destrucción y “sí” a la vida.

Rufina Edith Villa Hernández no solo es una mujer valiente. Es una historia que merece ser contada, leída y defendida. Porque su voz no es solo suya: es la voz de muchas que, desde hace siglos, han bordado la historia desde la resistencia.

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