Eriza esa piel el roce invisible de la madrugada, ese aliento frío que se desliza sobre los brazos como un presentimiento. Es la piel la que siente primero, antes que los ojos, antes que la razón, antes que la certeza de estar aquí y no en otro tiempo, en otro cuerpo, en otra latitud. Se eriza con el eco de lo no dicho, con la memoria del viento en la hierba, con la sombra de un roce que no ha llegado aún.
Algo en el aire avisa, un estremecimiento sutil que sacude espalda, hombros, piernas, como si la piel entendiera lo que la mente aún no ha descubierto.
Estoy en busca del manantial. No sé si es un recuerdo o un deseo, pero su rumor me persigue, me llama, me lleva por senderos donde la sed se confunde con la esperanza. No es solo el agua lo que busca, sino el instante en que todo se revela: el primer silencio que rompe la gota, la boca que resbala en la frescura, la incertidumbre que llega. He cruzado campos donde el polvo se aferra a la piel y el sol dibuja cicatrices en la tierra. He seguido el cauce seco de ríos que ya no cantan y hundido las manos en la arena buscando el pulso escondido de la humedad. Pero el manantial sigue lejos, aún más allá de la fatiga, más allá de la duda.
El amanecer más próximo es una herida luminosa en el horizonte. No es un espectáculo de colores, ni sinfonía de luces triunfales, sino un latido, una grieta en la noche, un aliento tibio que apenas se asoma. La piel lo siente antes que los ojos, antes que el alba misma.
Hay un instante en que el mundo tiembla, en que todo se detiene y respira hondo, como si estuviera a punto de sumergirse en otra existencia. Y en ese temblor, en ese filo de luz temblando en los párpados cerrados, está la promesa del agua.
Doy un paso más. El suelo es blando ahora, la tierra exhala humedad. La piel, aún erizada, recibe el aviso: estoy cerca. El murmullo del agua es un lenguaje que mi cuerpo entiende, un llamado que atraviesa huesos y cicatrices, que se filtra en los poros, que resucita lo dormido. Cuando al fin el agua aparece, brotando desde la entraña de la tierra, mis manos tiemblan al tocarla. Es más fría de lo que imaginé, más viva, intensa, la gloria. Escurre entre mis dedos, corre por mis muñecas, moja mis labios resecos.
Entonces, llega el amanecer, llega del todo y en la luz nueva, con la piel aún erizada, bebemos.
Mi correo es ricardocaballerodelarosa@gmail.com