Aparecía como secreto del fulgor terrestre atildado de mujer, reconstruido hombre, vuelto humanidad, barro vertido en vida, posesión de lo que apenas dura un suspiro llevado al extremo, infatigable desdén por lo viejo y carcomido, la iluminación detenida por toda aquella vestimenta cubriéndola y tornándola el misterio universal que haría perturbar al amor sublime y puro.
Entre modas y espejismos de modernidad, osaba agazapar más allá de sí misma esa su reencarnación redonda como pozo de eternidad, para evitar que deseos y placeres se fugaran concentrándose en lo pequeño infinitesimal.
Dispuesta toda aquella famélica malla a entornar caricias y excesos vírgenes, regresaron por donde se habían ido añejos deseos y placeres que la recubrieron de ilusiones y fantasías insospechadas en círculos concéntricos y la modesta bestia rugió: “Déjenme con mi divinidad casta para poder disfrutar”.
Para el centro cósmico aquella sexualidad nueva pasó desapercibida, dilatándose en sus ritos y conjuros del tiempo inicial que recicla su linaje.
Pero para el testigo presencial fue la exacta combinación entre la recuperación de todos los amores fugados por los centros y la diáspora de todos los agotamientos retornados como ceremonia mística de lo que se inaugura siempre en forma de piel.
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