Me dan ganas de gritar, pero mejor escribo.
Ayer, mientras medio internet compartía noticias sobre un curandero rumano, hubo algo que sí valía la pena ver y compartir—aunque fuera brutal, doloroso y real.
Una mujer, September Vélez, subió a sus redes un video de su cámara de seguridad, instalado en su propia casa, donde se ve cómo su ex pareja—sí, el padre de sus hijos—entra, la golpea, la tira al piso, la jala del cabello y la humilla.
Además subió el video para contar su historia, para decir que ese hombre—que, por cierto, es gastroenterólogo y atiende pacientes en el Hospital Ángeles de Puebla—la ha amenazado de muerte.
Que aunque ya están divorciados desde hace tiempo, sigue acechándola. Y que, si no la mató ese día, fue por las cámaras. Porque sabía que esta vez sí había pruebas.
O sea: no fue por suerte, fue por cámaras.
En este país (y en muchos otros), cuando una mujer denuncia violencia, es como si se declarara enemiga pública. Es ella quien tiene que explicarse, justificar su dolor, probar que no está loca ni exagerando. ¿Y él? Él, con suerte, se gana un par de miradas incómodas en el café del trabajo.
Pero esta vez fue distinto. Gracias al video, nadie se atrevió a poner en duda su versión. Porque la violencia no se puede maquillar cuando está en alta definición.
Y ahí entra otro plot twist inesperado: el Hospital Ángeles de Puebla reaccionó casi de inmediato. Publicaron un comunicado donde anunciaban que le retirarían el permiso para atender pacientes dentro de sus instalaciones.
Aclaremos: el tipo no era su empleado directo, sino que pagaba para poder usar las instalaciones, como lo hacen muchos médicos particulares.
Aplausos para ellos. Porque pudieron haberse lavado las manos (como suele pasar), alegando que era un “tema personal” o que “no interfiere con su ejercicio médico”. Pero no lo hicieron. Y en una sociedad que normalmente premia al violento con impunidad, esto fue un paso gigante. Romper un círculo que antes ni se inmutaba.
Hay que decirlo con todas sus letras: September Vélez tuvo suerte de tener cámaras. No suerte de ser agredida, ni suerte de vivir con miedo, ni suerte de tener que subir un video diciendo: “si me pasa algo, fue él”. No. Suerte de tener pruebas.
Porque la mayoría de las mujeres no las tienen. Y sin pruebas, su palabra no basta. Ni en redes, ni en la ley, ni en su propia familia a veces. El sistema judicial (y el social) no funciona si no hay evidencia. Por eso el caso de September no solo es desgarrador, también es revelador.
Y aunque ya hay proceso en la fiscalía y aunque ya se viralizó y aunque ya el hospital reaccionó, ella tuvo que hacer un video para anticiparse a su feminicidio. Lo digo así porque, tristemente, ya aprendimos que en este país, si una mujer no lo grita, si no lo prueba, si no lo anticipa… simplemente no importa.
Y mientras ella sube videos, otras mujeres están en la misma situación sin cámara, sin red, sin respaldo. Por eso esto no es solo su historia, es la historia de un sistema que está tan roto que cuando alguien reacciona bien, lo aplaudimos como si fuera un milagro.
No debería ser excepcional que un hospital reaccione así. No debería ser excepcional que creamos a una víctima. No debería ser necesario grabar tu propia agresión para que el mundo te crea.
Pero aquí estamos.