En opinión de Federico Berrueto, en el fondo de la propuesta de desaparecer organismos autónomos hay desprecio a la democracia representativa y la división de poderes, así como desdén al constitucionalismo.
El presidente López Obrador tiene una idea muy clara de cómo debe ser el gobierno. Su visión es la de una república plebiscitaria. Es válido el principio de que toda forma de autoridad debe tener como fundamento el voto; sin embargo, también es cierto y práctica generalizada en las democracias la integración de órganos de autoridad a través de elección indirecta por el Congreso o alguna de sus Cámaras. López Obrador considera que es una forma espuria y antidemocrática. Todo debe tener como origen la elección directa, sean jueces, ministros, consejeros electorales y demás. Sólo son aceptables los funcionarios designados por el presidente.
Su dogma admite importantes excepciones, como el Banxico y la Fiscalía General de la República. De allí en delante le resulta inaceptable toda autoridad que no tenga como origen el voto popular o que esté subordinada al presidente. Es un dogma porque no admite la democracia representativa o consideraciones de eficacia. Los órganos autónomos constituyen una manera de regular al gobierno y evitar el abuso del poder; su condición no sólo es de independencia de la autoridad, con frecuencia sujeta a intereses políticos, también, garantizar el perfil profesional o técnico de quienes los integran.
El presidente considera que su mandato es supremo, igual su causa. Estima que sus antecesores actuaban en función de detestables intereses económicos, un Estado capturado por la corrupción. Lo suyo es limpio, puro y de una superioridad moral no sólo respecto al pasado, sino a cualquier tipo de contención o escrutinio. Admite con generosidad la libertad de expresión, siempre y cuando sea a su favor, lo demás es descalificado y pasa a la condición de embestida de los corruptos de siempre.
Esta superioridad moral es propia del despotismo o autoritarismo. En el gobierno todo debe estar subordinado al presidente, el genuino y único representante del pueblo, no como voluntad popular concepto que alude a la totalidad de la población, sino como representación de los oprimidos, de los más, de una parte, a contrapelo de los opresores, de los conservadores y para el caso actual, de los corruptos. El efecto es condenar a la oposición a la ilegitimidad histórica, moral y, consecuentemente, a su marginalidad política. La superioridad de la causa hace aceptable todo medio para hacerla valer, sea el uso faccioso de los recursos públicos o excluir la pluralidad de las decisiones de autoridad y del debate público. Así, la mayoría en el Congreso no está para convencer o participar en el contenido de los proyectos legislativos; su tarea es ser expresión ciega de la voluntad presidencial y aplastar a la oposición legislativa.
La superioridad moral de la causa y la representación suprema del presidente no admite órganos autónomos; son una afrenta y más si no son resultado del voto popular. Todo es política; técnica y ciencia formas encubiertas del enemigo neoliberal. El gobierno no es de servidores públicos imparciales y competentes, sino de activistas consecuentes con el proyecto político. Efectivamente, todo es política, lo demás farsa, engaño y trampa.
Esto, llevado al extremo conduce a un ejercicio demencial del gobierno y de la política; su racionalidad es propia y excluyente, al igual que sus datos o descripción de la realidad. Por ello se ejerce la autoridad al margen de la contención institucional, política o social. Se suscribe una mentalidad propia de estado de guerra donde la verdad, la ley y el respeto al otro no existen. En este orden de ideas, la autonomía carece de validez y es una amenaza que hay que contener -como la CNDH colonizada- o, de ser posible, exterminar, como propone para el INAI, la CRE, la Cofece o el IFT. En el fondo es el desprecio a la democracia representativa y la división de poderes; también, el desdén al constitucionalismo, base de la república.
El autoritario no necesariamente es impopular, incluso puede ganar una amplia adhesión pública cuando conecta con el imaginario popular sobre el poder y la realidad, caso actual. La aceptación no hace buen gobierno porque es un medio no un fin; pero, también -propósito ahora- es útil para ganar elecciones. Eliminar los órganos autónomos en nombre de la lucha contra el abuso y la corrupción forma parte del argumento en la contienda, aunque su propósito sea claramente autoritario y su efecto es la degradación del poder público y del régimen democrático.