En opinión de Federico Berrueto, el reto adelante para quien gane la presidencia será fortalecer los ingresos públicos, punto de partida no para gobernar, sino para que pueda cumplirse con lo elemental.
Gane Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez el país que López Obrador deja será muy distinto al que recibió. Por lo pronto, él ganó en una contienda legítima, a pesar del intento frustrado de Peña Nieto de sacar a Ricardo Anaya de la competencia. En los últimos meses el presidente jugó a favor de López Obrador, que significó no sólo un triunfo amplio, también condiciones excepcionales de colaboracionismo, tan así que el tabasqueño empezó a gobernar antes de la toma de posesión. Las preocupaciones de Peña Nieto nada tenían que ver con la política, sí con la impunidad negociada.
Las condiciones del país ahora son muy diferentes para mal. La nueva presidenta iniciará con una presión financiera de proporciones mayores que habrán de desgastarla. Fortalecer los ingresos públicos es inevitable e impopular, México sea uno de los países que menos recauda. Tema para una reflexión ulterior es una doble amenaza: la creciente presencia del crimen organizado y la actitud antiinmigrante de la sociedad norteamericana.
Relevante es que la popularidad de López Obrador descansa en tres aspectos, complicado reproducir: el protagonismo mediático, el clientelismo derivado de los programas sociales asistencialistas y el uso discrecional de los recursos de poder, que incluye el sometimiento al poder presidencial de muchas de las entidades autónomas, sea la CNDH, la presidencia del INE o la FGR.
Las élites le han acompañado en el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, por oportunismo y miedo. Adquiere relieve el sector empresarial; del pasado aprendieron que la gestión con el gobierno, no la ley, es la manera de lograr condiciones de relativa certeza para sus negocios. López Obrador lo entendió y, como pocos presidentes, ha hecho de la discrecionalidad el recurso para sumarlos a su causa política. No ha habido una cuota de sacrificio para el sector privado, al menos para los grandes; el beneficio ha sido mutuo, el presidente con el aval de los poderosos y éstos con una hoja de resultados favorable generosa con sus negocios. La legalidad a la baja al parecer para muchos no está mal. Para ellos la defensa del Poder Judicial federal y de la Corte es un asunto político menor, no está en sus prioridades.
El reto adelante para quien gane la presidencia será fortalecer los ingresos públicos, punto de partida no para gobernar, sino para que pueda cumplirse con las tareas elementales. El déficit fiscal deberá resolverse; las pensiones contributivas y no contributivas seguirán mermando al presupuesto. El abandono de la infraestructura es insostenible, como se advierte en la crisis del agua y la insuficiencia de electricidad por dejar en el abandono la inversión en transmisión e inhibir la concurrencia de inversionistas particulares; también la devastación del sistema de salud y el severo deterioro del de educación, aunque manifestado de diferentes maneras y normalizado por la población. Hará falta dinero, mucho y el capital privado es la forma lógica para obtenerlo ahora que López Obrador acabó con los ahorros; sólo quedan los de los trabajadores. Las finanzas locales están en crisis; el sector bancario en la mira, por mucho que aplaudieran en su plenaria al presidente y a su candidata; las transferencias financieras desde el exterior podrían ser grabadas, y Pemex deberá sacrificarse en su condición de receptor de recursos fiscales.
Opciones para resolver el problema: continuar por la vía de la discrecionalidad y la gestión personalizada o plantear la solución con medidas generales, de carácter legal. Las candidatas han borrado de su diccionario la reforma fiscal; sin embargo, es la manera más responsable, eficaz y justa para enfrentar dicho problema. Se entiende su impopularidad y eludirlo ya en el gobierno tendría consecuencias desastrosas para, al final de cuentas, llegar a tal destino. El objetivo será doble: justicia fiscal para que aporten quienes más ganan, formalizar la economía y resolver la insuficiencia de los ingresos públicos.
El sector empresarial parece no darse por aludido. Su contemporización con la política, no sólo de ahora, le ha hecho perder sentido de identidad y qué representa para el país. El modelo de gestión a partir de la discrecionalidad es problemático porque implica discriminación que distorsiona el mercado y la legalidad. La opacidad en la relación del gobierno con los empresarios llega a su límite y la exigencia de transparencia es insoslayable, sobre todo porque incluso en el sector empresarial, son muchos más los perjudicados que los beneficiados.
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