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Gestionando el poder

En opinión de Federico Berrueto, Claudia Sheinbaum ha entendido que su responsabilidad se centra en la gestión del poder a partir del proyecto político al que pertenece.

De la presidenta Sheinbaum se ha esperado mucho. Parte importante, mayoritaria, aunque no la más relevante tiene que ver con la expectativa de continuidad. Otro segmento, enfrentado con López Obrador, sus formas y gobierno, esperan de la presidenta un cambio; para anticiparlo se alude a la distinta formación, género y a sus antecedentes académicos, entre otros atributos. Para los primeros que el proyecto y los beneficios continúen; para los segundos que la pesadilla llegue a término.

Este tipo de análisis reproduce una práctica común en analistas y politólogos, también de historiadores y buena parte de quienes comentan los asuntos públicos. Se trata de referir al sistema por quien ocupa la presidencia. Así se habla del porfirismocallismocardenismoalemanismosalinismo y ahora el obradorismo. Sin embargo, existe otra forma de conceptualizar, más integradora y que rebasan a la persona y privilegian la orientación política o económica: caudillismo, priismo, neoliberalismo, populismo, etc.

Esta forma de caracterizar dice más del ejercicio del poder que del llamado estilo de gobernar. Claro que en un régimen presidencialista con una sociedad y una cultura política formada en la personalización del poder no es irrelevante referir a quien es presidente, sobre todo en aquellos mandatarios que más que gestionar el poder pretendieron cambiar al sistema. Como tal, hay tres ejemplos recientes de mandatarios que se propusieron transformar al régimen y de alguna manera lo lograron, Carlos Salinas con una visión de la modernización económica y cuyo mayor legado fue el TLC; Ernesto Zedillo con la democratización del sistema político y López Obrador con la concentración del poder presidencial a partir de la movilización popular.

¿Qué representa Claudia Sheinbaum? Ella ha entendido que su responsabilidad se centra en la gestión del poder a partir del proyecto político al que pertenece. Quienes esperan o esperaban cambio se quedarán esperando. En estas semanas dos ejemplos lo ilustran: la protección a Cuauhtémoc Blanco y el manejo de la crisis por el campo de entrenamiento y extermino en Teuchitlán, Jalisco.

Habrá quien invoque los cambios en política de seguridad pública, clara y notoriamente diferente al periodo de los abrazos. Sí hay un cambio por la acción contra la delincuencia, y porque la presidenta decidió apartarse de la deriva militarista de su antecesor, igual de relevantes ambos. Sin embargo, debe entenderse que la sobrevivencia del proyecto exigía un cambio en materia de seguridad por dos razones, la acelerada penetración del crimen en la coalición gobernante y en la economía; y las expresiones desbordadas de violencia sobre la población. El régimen se ha centrado en su la lucha contra el crimen en lo segundo; no así en lo primero porque trastoca al sistema en sus venas más relevantes.

Gestionar el poder del régimen conduce a dilemas que se resuelven por la protección, la impunidad y la parcialidad. La presidencia de Ernesto Zedillo presenta un ejemplo: la crisis de seguridad por los magnicidios de Luis Donaldo Colosio y Francisco Ruiz Massieu y la crisis subsecuente, acentuada por el señalamiento de Mario Ruiz Massieu, hermano del líder asesinado, de que la nomenclatura del PRI era la responsable del crimen llevó a designar un procurador de la oposición, quien presentó conclusiones incriminatorias del hermano del expresidente Salinas por el homicidio de Ruiz Massieu. A partir de la opinión del presidente de la Corte se resolvió actuar en el sentido de las indagatorias del ministerio público y que llevó a la detención, procesamiento y sentencia de Raúl Salinas. A partir de allí todo cambió y junto con las reformas de democratización el país arribó a la competencia electoral justa, a la perdida de mayoría en el Congreso y a la alternancia en la presidencia. Recurrir a Teuchitlán, a Cuauhtémoc Blanco, a Rubén Rocha y a otros muchos explica que la presidenta ha resuelto gestionar el poder para reafirmar al régimen. Lo confirman la destrucción de la última contención institucional de la democracia -la Corte y el Poder Judicial Federal– y el manto de impunidad a los de casa.

Gestionar el poder plantea ahora desafíos muy complejos e inmanejables; ejemplos, la relación con el gobierno de EU o la situación financiera del país y del exterior. La impunidad incrementa su costo al proyecto, pero el problema mayor está en la incierta economía, los estrechos espacios para el gasto clientelar y los términos de la relación que impone el vecino en seguridad, migración y comercio.

El cambio que puede esperarse no vendrá del régimen; será impuesto por la realidad o por la presión externa. Debe preocupar que las transformaciones deseables no se den por la vía del reformismo de siempre, sino de la ruptura por el deterioro de las instituciones y procesos que permitían conducir el cambio.

Federico Berrueto

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