José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, un niño huérfano de padre, un niño que jugo solo en los patios del Mesón de la Soledad, el hermano menor de Disideria, Manuela y de su querida Nicolasa, el hermano mayor del pequeño Félix. Porfirio el que fue carpintero, zapatero y cazador para poder ayudar a su madre Petrona Mori, el niño que nunca se olvidó de su amada Oaxaca, el hombre que dejo el camino de Dios por tomar las armas y defender a su nación, el soldado que un día despertó siendo un General, el General que se convirtió en presidente por más de 30 años, el presidente que un día se fue al exilio y se convirtió en el olvidado, en el desterrado.
Porfirio Díaz, de cara al centenario de la Independencia nacional, donde personalmente planeó muchas de las celebraciones de 1910, que mostraba al mundo un México moderno, convertido en una nación estable, de paz, orden y progreso, que construyó durante sus más de 30 años como presidente, no pudo contener lo inevitable, el ya anciano general de división vio el estallido violento de una revolución que mostraría un México de progreso y otro de una enorme desigualdad social.
El 25 de mayo de 1911, Díaz envió su carta de renuncia al Congreso de la Unión, redactada en la soledad de su habitación de su casa en la calle de Moneda, solo aquellos muros fueron testigos del derrumbe de un presidente que como en su niñez estuvo solo, miro a través de los ventanales con sus ojos húmedos, el hombre que solo podía reprocharse a sí mismo, el hombre que sabía que no podía quedarse en México, Porfirio el que días antes había ordenado empacar, el general que donó su pensión a los jóvenes cadetes del ejército como muestra de su enorme agradecimiento a la institución que lo formo. El esposo acompañado de Carmelita que salieron en la noche fría y lluviosa, abordaron el Mercedes negro que los llevaría a la estación de San Lázaro, el padre que en el andén del tren se despidió de su hija Amada, el expresidente que jamás volvería.
A las cuatro de la mañana, el general inicio su camino hacia el puerto de Veracruz, el tren es escoltado adelante por el coronel Joaquín Chicharro y atrás el general de división Victoriano Huerta. Cinco días debió aguardar en el calor del puerto, durante ese tiempo lo visitaron amigos, periodistas, políticos, esperando recibir órdenes, pero el expresidente les recuerda que el ya no da órdenes. Díaz sabe que nunca regresará, es la última vez que es vitoreado, aunque es su despedida, que se entonó por última vez el Himno Nacional en su honor, las muchachas le entregan flores a Carmelita, una muchacha le pide llorando perdón al general como si ella tuviese la culpa, finalmente 21 cañonazos de salva sellan la partida. El 31 de mayo de 1911 a medio día, el general Porfirio Díaz inició su exilio en el barco alemán Ypiranga, a bordo va el hombre que se ha quedado sin tierra.
Seis días después de su salida de Veracruz, Díaz llegó a la Habana y el general recuerda que fue justo ahí cuando en 1875 su compadre Manuel González y él, pasaron por ahí para llegar a Estados Unidos donde fraguaron la rebelión de Tuxtepec en contra de Sebastián Lerdo de Tejada, el mismo plan que los llevaría a la ansiada silla presidencial.
El 16 de junio de 1911, llegarían a Vigo, España donde fue recibido con abucheos de grupos socialistas, lo que le apresuro a llegar a su destino final, la ciudad luz de Paris.
Durante el verano y otoño de 1911, en Paris el general se hospedo en el hotel Astoria a una calle de Champs-Élysées, allí recibió varios amigos, que aún lo llamaban, “señor presidente” mientras desde su ventana observaba la Place de I’Étoile. Fue necesario incluso algunas ocasiones hospedarse en la casa de Eustaquio Escandón en la avenida Víctor Hugo, pues los grupos de personas que lo visitaban muchas veces eran numerosos. Fue precisamente en Paris, el 20 de julio de 1911 donde vivió uno de los momentos más emotivos de su exilio cuando visito a Los Inválidos, la tumba del gran Napoleón, pues desde que era muy joven siempre se inspiró en las hazañas del gran emperador francés. En la sala de los Mariscales fue recibido solemnemente por el general Gustave Niox, el mismo que hacía varios años atrás llegó a México como capitán de los blasones de Maximiliano.
Antes de entrar a la capilla, saludó a varios soldados amputados, mismos con los que peleó en la batalla de Puebla de 1862, entonces enemigos invasores ahora en su exilio compañeros de armas que acogen a un general caído. Le fueron entregadas las llaves de la cripta de mármol para que el mismo la abriera, Niox le entrego la espada de Napoleón que usó en Austerlitz, diciéndole que no habría mayor honor que el general recibiera dicha espada y con un gran silencio al borde de las lágrimas el general tuvo ese gran honor de escoltar por unos minutos al emperador francés.
Ya en Europa, junto a Carmelita visitó países como Suiza, Alemania e Italia, mismos donde fue siempre bien acogido por sus autoridades e incluso visito Egipto en el norte de África, pero nunca olvidaría a su amado México y gustaba de estar pendiente de noticias de su tierra.
En la primavera de 1914, después de tanto tiempo volvió a tener una casa, un pequeño apartamento en la Avenue du Bois Boulogne 23. El anciano general sabe que la muerte anda cerca y ahora más que nuca vuelven a su mente los recuerdos del mesón de la Soledad en su amada Oaxaca, vuelve la imagen de su india juchiteca, de su amada Delfina, supone entonces que son consecuencias de la fiebre con la que ya seguido amanece. Se vuelve a ver como un niño en los brazos de su madre que le consuela su llanto, está vez el general no puede contener las lágrimas pues sabe que su familia ya lo espera.
La salud del anciano general ha ido empeorando, él sabe que ya es hora, no cree en la resurrección pues sigue siendo todo un liberal, ni en patrañas espiritistas como tanto le gustaban a Madero, extraña Oaxaca. Mientras las alucinaciones de la fiebre le hacen hablar con Panchito Madero, sabe que los sacrificios del general hicieron a una gran patria, ahora en su alucinación es el turno del presidente Juárez y desde su cama agonizante el general le muestra honores, de la misma forma que varios años atrás le hiciera al triunfo de la guerra de reforma.
El general ya está muy cansado, oye las voces muy lejanas, no tiene fuerzas, ni apetito y la fiebre aumenta, el médico entra y sale de la habitación esperando el momento, mientras Carmelita llora afuera de la misma. Porfirio se siente exhausto, parece tener miedo a quedarse dormido y nunca volver a despertar, el general sabe que no durara mucho. El general cierra los ojos y por fin llega la calma, ahora sabe que su madre, hermanas y hermano lo están esperando, todo termino a las seis de la tarde del viernes 2 de julio de 1915, en Paris, la ciudad que hasta el día de hoy descansan sus restos.
Ricardo Rugerio