—¿Qué tan pronto te descubre el amor? ¿Cuánto se instala en tu interior para llamarte por tu nombre?
—Quizá quieras burlarte de mí por ser humilde y frágil, pero a mí vienen hilos de olor, el encanto del corazón, aquellos labios que me rozan, rostros de asombro y es mi naturaleza la que compite con el aire adocenado. Me llaman siempre por eso por mi nombre y es el amor que me descubre. Tú, en cambio, aunque admirado, enaltecido por tu figura y fuerza, tus raíces y envergadura, es la sombra de tu propuesta el lugar que se busca. Por eso preguntas si es posible que te descubra el amor y te llame por tu nombre. A mí me piden cómo hacerlo, conozco su figura y su sitio primordial amoroso.
Bajo la sombra, la flor descansaba en mi mano y perfumaba la tranquilidad de los brazos ofrecidos por el árbol. Era ese inevitable diálogo entre lo grande y lo pequeño, lo colosal y los efímero, el que traía la pregunta por el amor que descubre y llama por tu nombre.
Pregunté a tantas yerbas, al espacio, al silencio, a la distancia. A cada respuesta regresaban los rasgos de la escena. No podía deshacerme del pasto, no cubría apenas el tamaño de un abrazo, mi silencio traía tragedia y mi nacimiento me distanciaba entonces. Era como trasladar al diálogo entre la muerte y la vida, el cielo y el estiércol.
Descubrí en mi anhelo el duro respaldo del árbol y la embriaguez del color aterciopelado del pétalo. La vuelta a la realidad. El amor no me descubre sino me cubre y yo nombro al amor que no me nombra.
El tiempo te prepara las alas que habrás de portar algún día. Pero no surcarás el viento sino la tonalidad amorosa.
—¿Te vas? —, dijo el árbol.
—¿No ves? —, musitó la flor. No puede irse, solo puede aprender a volar.
Regresé como nunca a aquella escena. La traigo montada una y otra vez en el corazón hirsuto de carga melancólica. Sigo en la búsqueda de las alas que abarcan al amor para cubrir el vuelo, el árbol con el cual navegar las ondas del perfume amoroso dilatado.
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