Al despertar no hay nada y se avanza con cautela hacia el abismo del conquistar el día, sumergirse sin pensar en el torbellino cotidiano y terminar de exprimirle a la vida la esencia del vivir.
No hay nada y las estelas aparecen si respiro, como si el ambiente cargara de recuerdos los instantes y los años y vacilara en ofrecerlos como llamas geográficas del paladar memorial.
No hay nada y se multiplican desde dentro los deseos de imaginar esas tibias piezas del juego con la vida, ella sedienta al desafío, uno en la búsqueda del juego diario menos febril pero intenso y decisivo.
No hay nada y la extensión corporal llega a la tensión de enojo y al bosque donde todo puede significar huida o entrega. Las flores compiten con las rocas y se abren las posibilidades que elevan las torres para mirar el mar conjurado.
No hay nada y un desnudo amarra el final del día del cuerpo apasionado, del enamorado cuerpo que vacía sus tormentos despojándose de efluvios, de líquidos, del espíritu del deseo, del escándalo del abrazo que se hace cuando el pernoctar acompaña el alma. El despliegue de la desnudez en busca de un amor que se reconoce en la limpieza del multiplicado lento abrazo.
No hay nada sino el sexo convertido en fetiche. La noche transformada en sexo. Los órganos formados en línea de orgasmo. El placer disparado como cielo. En la gloria del fluido carnes y escenas son timbres del recuerdo. Ahora flores y rocas caminan juntos en el final del día. La nada regresa a la nada y somos.
La nada con la nada hace de la nada cada conexión al paraíso. ¡Y seguimos despreciando a la nada al vivir con una nada que todo hace!
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