viernes, marzo 29, 2024
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Complacientes e inconformes

En opinión de Federico Berrueto, hay dos razones que explican insatisfacción con la realidad y con el sistema, que posibilitan el ascenso de proyectos disruptivos y de procesos que destruyen la democracia.

In memoriam Eliseo Mendoza Berrueto

Toda forma de poder aspira a ser parte del consenso no sólo respecto a su desempeño, sino a su apego a las reglas, valores, actitudes y aspiraciones de la sociedad.

Esta es la fórmula que ha prevalecido en la mayoría de las realidades democráticas: el sistema sobre los actores. En ese entonces, la inconformidad no había sido generalizada, y la que existía se expresaba por medios civilizados, razonables e institucionales: el voto, la alternancia y la acción legal.

El signo de nuestros tiempos es la inconformidad, el descontento y el desprecio a los logros alcanzados. La democracia y sus instituciones han ido perdiendo estima; realidad que afecta a buena parte del mundo y se evidencia por el éxito de los populismos o las expresiones políticas radicales.

Después del ascenso de la democracia y sus beneficios asociados, como libertades y bienestar, hoy más que nunca están bajo acecho. El tema de fondo es la insatisfacción de muchos con la realidad y con el sistema, que posibilitan el ascenso de proyectos disruptivos y de procesos que destruyen la democracia.

Dos razones explican esta situación:

  1. Mucho de lo que existe no ofrece respuesta satisfactoria a los anhelos de bienestar y a los nuevos estándares de calidad de vida. Objetivamente los países y el mundo están en su mejor momento, pero no en la valoración de las personas.
  2. La descomposición de instituciones asociadas a la democracia, especialmente la competencia por el poder, que ha significado que partidos, candidatos y funcionarios electos sean rehenes del dinero, en ocasiones de origen indebido o de plano criminal. Hay una relación perversa entre dinero y poder político.

La democracia está enferma y en esas condiciones enfrenta a un enemigo pernicioso en extremo: el populismo.

Sus anticuerpos son la ley, la legitimidad, la libertad de expresión y los pesos institucionales e informales que contienen el abuso del poder. Por ejemplo, el primer ministro de Inglaterra, Boris Johnson, pudo ganar el poder a través de la propuesta de romper con la Unión Europea; ya en funciones, tuvo que someterse al juego democrático.

Otro sería Donald Trump, a quien la libertad de expresión y la resistencia civil, aunadas a la pandemia, le sometieron y echaron en su momento, pero no le vencieron del todo.

Donde no funcionan bien los anticuerpos de la democracia la autocracia gana terreno.

En México, que vive una democracia razonablemente sana, la polarización lleva al desencuentro, a la pérdida de objetividad y al fanatismo.

El abuso del poder es una realidad, pero las libertades persisten, y no hay persecución política generalizada. Sí hay estigmatización e intimidación a quien disiente, pero no represión rampante. Sí hay una preocupante militarización de la vida civil, pero no un estado policiaco.

Hay élites complacientes, oportunistas y propensas a la venalidad, pero también resistencia, escrutinio y disenso públicos. México no es zona de desastre, pero puede serlo, si la contención al abuso del poder no funciona y si persisten las pulsiones autoritarias del poder presidencial, criminalizando a la crítica y debilitando a las instituciones que procesan la competencia por el poder.

Debe preocupar la inconformidad, pero más que los inconformes de ayer sean los complacientes de hoy.

Por ejemplo, no en la base social, pero sí en la clase política había una preocupación amplia por la presencia de las fuerzas armadas en funciones de policía. Se entendía que sería un recurso excepcional, temporal y regionalmente limitado.

El régimen de ahora ha militarizado buena parte de la vida civil sin mayor resistencia. Al interior del gobierno hubo renuncias de alerta, pero hasta allí. Ellos sí, callan como momias.

Así, el presidente, con mala memoria y peor entraña, dice de sus críticos que eran complacientes ayer, impugnadores interesados hoy. No es cierto, la abrumadora mayoría de ellos lo fueron de los pasados gobiernos. Pero, resulta irrelevante, la importancia no está en quién ni en por qué lo dice; verdaderamente trascendental es qué se dice.

Así, entre complacientes e inconformes no hay ocasión para una discusión pública sobre el presente y mañana de nuestra democracia.

La polarización niega la coexistencia y hasta la más elemental posibilidad de diálogo.

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