Hay tardes en que el mundo parece tan leve que podría deshacerse con un suspiro. El cielo, casi desganado, arrastra los últimos jirones de luz y uno podría pensar que no hay nada más frágil que ese instante: el atardecer sostenido por hilos invisibles, como un claro entre las nubes que apenas dura, que apenas es. Pero es precisamente ahí, en esa pausa que se deshace, donde el tiempo revela su verdadero rostro: un parpadeo, una brizna, la respiración de algo que no tiene peso, pero tampoco fin.
La sonrisa se asoma igual que la luz entre las nubes, tenue y sin pretensión, y luego, sin estridencia, se vuelve seriedad. Como si reír y callar fueran lo mismo, apenas dos matices del mismo gesto que el viento puede borrar. Qué pequeña es la alegría, qué breve. Pero también qué infinita, porque su pequeñez la vuelve indetenible, como el sol que, aunque se oculte, nunca termina de apagarse.
Crecer es otro pliegue en la tela del cielo. La adultez no tiene más sustancia que una sombra movida por el viento. Y bajo ella, intacta, respira la niñez: ese claro de nube que se abre un momento y enseguida se cierra, como si la existencia entera no fuera más que un juego de aparecer y desvanecerse.
El atardecer no pesa, tampoco la vida. Aunque a veces cargamos los días como si fueran piedras, basta mirar el cielo deshaciéndose para comprender que no somos más que eso: un breve claro, un respiro que no dura y que precisamente por eso contiene toda la belleza. La seriedad es solo el rostro que pone la luz cuando atraviesa la niebla. La risa, el destello cuando el viento aparta las nubes. Y nosotros, diminutos, existimos en ese vaivén.
Pero escucha, pues aun siendo apenas una grieta en la tormenta, aun siendo bruma, el claro desafía. Desafía al cielo entero a que se derrumbe. Y no importa si la nube vuelve a cerrarse, si el día termina o si la risa calla: el claro existió y existirá. Y en su breve fulgor, incendió el firmamento y lo incendiará una y otra vez.
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