Era acercándose paso a paso que la anosmia cedía al bálsamo presencial y penetraba esa trama de su interioridad para percibirla. A pesar de su marcado misoneísmo, trazaba hipótesis para descubrir matices anhelantes que hacían preguntas y esperaban respuestas. Uno se dejaba llevar por tonos, quimeras y matices de esa figuración con olor a madre, hermana, mujer, yerbas humeantes, cascabeles al acecho y aspiraciones sentimentales.
Los humores se ausentaban al comienzo, aunque en su huida del encuentro fortuito recobraban el lugar en aquel cuerpo abstraído de la realidad, quimérica y fatal. Los desprecios por la excrecencia de sufrimientos y agravios o la sedosidad del ambiente provocada por fluidos tranquilizadores, elevaban su entornados velos y era un abrirse entre veredas y recovecos que talaban aquella inmensidad abandonada a la especulación.
Sentía uno las ganas de quedarse ahí como depositando su humanidad en aquellos fragmentos hechos de asimilaciones. La propia animalidad lo alejaba a uno de tal certeza cercana arrancándole del olfato las emociones detenidas, las que alguna vez cesaron entre cajas llenas de cadáveres, despedidas que no ocurrieron, felicidades que dieron la vuelta, pasiones depositadas en floreros o calles.
A esa interioridad respondía la mía, el interior olfato de la vida, el olor del alma, el bálsamo de la paz, el humor del néctar, la voluptuosidad de la luna, el descubrimiento de sí mismo en el otro olor.
Mi intuitiva nariz, del conjunto atravesado de lado a lado sobre mi rostro, brazos, piernas, venas y cicatrices, reconstruía del ser y sus cosas su intimidad, aromas y perfumes esenciales, vértebras que elevan olores de una verdad que inciensa esta alma en soledad y recubre rocas de las mentiras apócrifas.
El bálsamo destellante de ese sol al que me acercaba hace los días que hoy me cubren.
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